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Tres años después, ¿Cómo cambió la belleza con la pandemia?

Se cumplen tres años del inicio de la pandemia y, con ella, llegó una transformación de nuestra percepción y gestos cotidianos de belleza. 

Mientras convertimos el cuidado de la piel en un ritual de bienestar, descubrimos con gran desconcierto nuestra cara de Zoom

Esta columna es parte de nuestra serie #WellWednesday donde distintos expertos comparten información, experiencias y sus filosofías de bienestar

Tiempo de lectura: 9 minutos

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Carmen Lanchares es periodista de vocación y formación, ex-editora y directora de la sección de belleza de Vogue España durante 22 años. Esto le permitió vivir muy de cerca la evolución (y revolución) de un sector cada vez más vinculado al bienestar físico y mental de las personas. Descubridora tardía del yoga, firme defensora de la cosmética que aúna ciencia y naturaleza, disfruta indagando sobre tendencias y la conexión entre los movimientos sociales y el mercado de la belleza como sobre las historias y personas que hay detrás de cada producto o propuesta. Ha sido profesora y coordinadora de la asignatura de Belleza y Salud del Máster en Comunicación de Moda y Belleza Vogue-Universidad Carlos III.

En marzo de 2020 el mundo cambió. Nosotros cambiamos. La pandemia trastocó el orden establecido y puso a prueba nuestra forma de entender la vida, la salud, la autoestima y, sí también, la belleza. Tres años después de aquel escenario distópico, estamos de acuerdo en que, parafraseando a Neruda, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.

Según Euromonitor, compañía de investigación de mercados y tendencias, la ansiedad y la confusión en la que nos vimos sumidos nos llevó a buscar soluciones holísticas y resilientes, impulsando nuevas tendencias de consumo, a las que la belleza no ha sido ajena. 

La salud y la seguridad se convirtieron en aquel momento en el foco de atención, dando pie a un nuevo movimiento de bienestar obsesionado por la seguridad. Por un lado, el temor al contagio y una mayor conciencia sobre la salud impulsaron la demanda de productos de higiene. Por otro, empezó a calar en nuestras mentes el concepto de autocuidado, hoy convertido ya en un talismán del bienestar.

Mientras los fabricantes de perfumes readaptaban sus líneas de producción para abastecernos de uno de los más codiciados objetos de deseo de aquel momento: el gel hidroalcohólico, el complemento perfecto, cuando no la alternativa, al lavado de manos; la compulsión por desinfectarlas nos llevó a dejarnos la piel en el intento

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Muchas personas, entre las que me incluyo, tuvimos que rescatar del olvido las humildes cremas de manos convirtiéndolas en nuestros héroes del silencio, como me gustaba llamarlas. Paralelamente, labiales y coloretes se iban arrinconando al fondo de un cajón (total, ¿para qué maquillarse?) al tiempo que empezamos a replantearnos las rutinas de cuidado de la piel.

 

Repensando la belleza: un gesto de amor propio

Aquellos días de confinamiento nos hicieron reconsiderar muchas cosas y (re)descubrir otras. Hubo quien cedió a un estado de letargo estético, pero una gran mayoría empezamos a profesar la fe en el autocuidado. En un contexto tan incierto sentimos la imperiosa necesidad de tratarnos con algo más de indulgencia. La industria de la belleza lo entendió y nos lo proporcionó. 

Las tiendas estaban cerradas a cal y canto, pero a través de nuestras pantallas accedimos a una gran perfumería global que nos ofrecía a golpe de clic la posibilidad de experimentar con nuevos productos, aplicaciones y texturas. Convertimos nuestros cuartos de baño en spas y el cuidado de la piel en un ritual de bienestar. Y ello por dos buenas razones: teníamos más tiempo, pero también la urgencia de aferrarnos a algo que nos hiciese sentir bien: ya fuese relajándonos con una refrescante mascarilla facial, disfrutando del efecto purificante de una exfoliación, reinventando nuestra piel con la alquimia de sueros y cremas, sucumbiendo al hechizo de una crema corporal aliñada con aceites esenciales o bien intentando relajar el gesto tenso y huraño del rostro con suaves pasadas de gua sha. 

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Unos pequeños gestos que hacían grande el momento. Y nos agarramos a ellos como a una tabla de salvación (mental). Ese tiempo de esparcimiento hizo mucho por nuestra piel y nos ayudó a cultivar nuestro amor propio.

También le dimos un nuevo sentido al gesto de perfumarse. Los olores, gracias a su poder para generar emociones, se convirtieron en otra fuente de confort y satisfacción. Nos perfumábamos o encendíamos velas aromatizadas para sentirnos bien en la intimidad de nuestros hogares o acompañar nuestro mood del momento. Durante aquel tiempo mi frasco de Eau de Campagne permaneció en mi mesa de trabajo. Con su olor a campo y a hierba recién cortada me subía la moral y me sacaba de aquel encierro obligado.

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De esta forma, y a medida que aprendíamos a teñirnos el pelo en casa (hubo quien incluso se atrevió a experimentar con el color y la tijera un cambio de look como alternativa a un anhelado cambio de vida), la corriente slow beauty fue arrastrándonos poco a poco hacia la belleza consciente y sin prisas, una tendencia que aboga por disfrutar de cada gesto de cuidado y se materializa en la utilización de productos eficaces, seguros, honestos, placenteros y sostenibles cuyos beneficios van de la piel a la mente.

 

Del maskné a la cara de zoom

Si la pandemia impulsó la evolución del concepto de belleza hacia un territorio más holístico y se erigió como un puntal del bienestar durante la cuarentena, esta también nos reportó algunos motivos de malestar estético. Así, cuando pudimos empezar a respirar un poco de aire exterior, con mascarilla de por medio, nuestra piel (asfixiada) sufrió las consecuencias inesperadas de llevar media cara tapada: rojeces, irritación, dermatitis, deshidratación, poros dilatados o granos. Lo llamamos maskné. Un término de nuevo cuño que ya forma parte del diccionario de belleza pandémico.

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Al tiempo que unos trataban de combatir el maskné, otros (o los mismos) intentaban deshacerse de su cuerpo de pandemia. La condición física de gran parte de la población había empeorado, no sólo por el casi obligado sedentarismo (gimnasios cerrados, interminables jornadas de teletrabajo y demasiadas horas enganchados a las pantallas como medio también de evasión), sino porque muchos descubrimos el poder ansiolítico de la cocina (y sobre todo de la repostería). Terminado el confinamiento, nos encontramos con tres nuevos retos que afrontar: la atrofia muscular, los problemas posturales y algún kilo de más.

Pero la pandemia también afectó a la autopercepción y la autoestima. Nunca hasta entonces nos habíamos contemplado tanto y durante tanto tiempo, pero las videoconferencias nos pusieron frente a frente con nuestra imagen digital. Y a muchas personas no les gustó lo que veían. 

Acostumbrados a mirarnos solo en el espejo, observarnos en las pantallas de nuestros dispositivos nos hicieron pensar que tal vez no éramos como pensábamos que éramos. Al escudriñar nuestro rostro reunión tras reunión, día tras día, descubrimos unas imperfecciones de las que hasta ese momento no fuimos conscientes. 

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Pero la cámara engaña. El ángulo, la óptica y la iluminación distorsionan la imagen: ensanchan o aumentan volúmenes e intensifican las sombras. De resultas, la nariz parece más prominente, la frente más amplia, la papada más marcada, las ojeras más profundas o las arrugas más evidentes. Motivos más que suficientes para que una vez abierta la veda del confinamiento, se incrementase en progresión aritmética la demanda de procedimientos médicos y quirúrgicos. 

Comenzaba la edad de oro de las clínicas de estética, que se llenaron de pacientes de toda edad y condición dispuestos a invertir en su apariencia digital y mejorar su cara de Zoom.

 

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